Greta siempre había sido una de esas chicas con un humor extraño. Podía tirarse toda una noche sin soltar una simpre sonrisa, por más chistes que le contaran, o podía pasearse por las calles a carcajada limpia a largas horas de la noche, ella sola.
De pequeña solía salir a su jardín, estirarse en el poco césped que quedaba vivo y mirar como los aviones esquivaban las estrellas. Y fue ahí donde decidió que ella también esquivaría las estrellas eternamente. Después de un expediente académico impecable, se graduó y aceptó el primer contrato de azafata que llegó a su casa por carta. Y así, desde entonces se dedica a vestirse con su falda de tubo y su camisa impecables, se pone esos zapatos tan brillantes, y pasea su pequeña maleta por aeropuertos de medio mundo como quién va descalzo por su casa.
Porque Greta es así, alta, peliroja, vivaz, seria, educada y bonita. Muy bonita. O por lo menos esa fue la impresión que tuvo Elliot al conocerla aquél triste día, después de más de un año sin su pequeña Lisette.
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