«Vaya dos tontas llamándose Sépia&Calamar, vaya tontería más importante♥»

samedi 30 octobre 2010

La pequeña cajita roja que tengo encajada entre los pulmones.

La radio en on. Y esa canción. La de siempre, la nuestra. La de aquél día en la discoteca que tanto nos reímos. Y se destapan todos los momentos que vinieron a continuación almacenados en la pequeña cajita roja que tengo encajada entre los pulmones. Esa misma, sonando para estrujar mi estómago hasta dejarlo diminuto y que yo no pueda respirar. Otra vez esa niña mayor. Mirándome desde el otro lado del espejo, llorando y preguntándome por qué te fuiste tan pronto. Y la melodía vaciándome hasta hacerme caer, desplumada, sin alas ni ganas de volver a volar. El frío suelo me congela las piernas. Mis ojos encharcados. Mis manos temblando. Dos minutos. Cinco. Diez. Una hora o quizás eternos segunditos. Me levanto lentamente. El espejo. Mi largo pelo enredado de tantos tirones incontrolados. Un ataque de desesperación y llanto recorre mi cuerpo por la espalda. Mi pelo. Y unas tijeras.

No voy a ser la misma sin ti, Lisette.

Sesenta y poco días sin ti.

Vuelve, Miguel. Vuelve que tengo ganas de cantarte una canción. Siéntate en las butacas del viejo teatro y escúchame. A ti siempre te ha gustado mi voz, y a mí cantarte. Y mírame con esos ojos que me vuelven loca, otra vez. Para que grite un poco más alto y se me escuche en la última fila. Allí donde me diste tantos besos que empecé por contar y acabé quedándome sin dedos. Vuelve, Miguel. Vuelve y dame un abrazo como aquél que me deshizo en un rincón del escenario. Estréchame contra tu pecho, hasta que mi corazón no sepa si es él o el tuyo. Y bésame la frente mientras un foco tenue hace brillar la otra punta del escenario, vacía, dejándonos a oscuras. Vuelve, Miguel, por lo que más quieras. Te necesito aquí.

O no. Da igual, mejor no vuelvas. ¿Para qué? Estoy harta de calcular donde está tu boca y hasta donde puede llegar la mía. Las matemáticas nunca se me dieron bien y el tema distancias lo llevo muy mal. Nunca tuviste nada que decir, Miguel. En realidad no. Decías cosas preciosas, pero hablabas mucho, decías poco y hacías menos. Y siempre te gustó dejar las cosas a medias, con ese misterio que te hacía el hombre más gilipollas del mundo mundial. Pero te necesito aquí. Y que no vuelvas nunca más.

jeudi 28 octobre 2010

Durmiendo en la cama que tanto amor ha guardado.

Te guardaré una habitación, pequeña. Mi corazón también puede ser una gran mansión y en cada sala encierra diferentes recuerdos. En el salón una cena romántica con mi primera novia y la Torre Eiffel de fondo comparte mesa con un banquete de una boda jamás celebrada. En el jardín, unos amigos adolescentes olvidados hacen botellón en un banco. Y en la habitación más grande, tú. Durmiendo en la cama que tanto amor ha guardado. Tú y la luz del Sol acariciando tu fina piel blanca.Cuánto me cuesta ahora levantarme de esa misma cama. Cuánto tiempo me pasaría contemplando esa escena. Cuánto te echo de menos, Lisette.

Y esquivar las estrellas eternamente.

Greta siempre había sido una de esas chicas con un humor extraño. Podía tirarse toda una noche sin soltar una simpre sonrisa, por más chistes que le contaran, o podía pasearse por las calles a carcajada limpia a largas horas de la noche, ella sola.
De pequeña solía salir a su jardín, estirarse en el poco césped que quedaba vivo y mirar como los aviones esquivaban las estrellas. Y fue ahí donde decidió que ella también esquivaría las estrellas eternamente. Después de un expediente académico impecable, se graduó y aceptó el primer contrato de azafata que llegó a su casa por carta. Y así, desde entonces se dedica a vestirse con su falda de tubo y su camisa impecables, se pone esos zapatos tan brillantes, y pasea su pequeña maleta por aeropuertos de medio mundo como quién va descalzo por su casa.
Porque Greta es así, alta, peliroja, vivaz, seria, educada y bonita. Muy bonita. O por lo menos esa fue la impresión que tuvo Elliot al conocerla aquél triste día, después de más de un año sin su pequeña Lisette.

mercredi 27 octobre 2010

Suenan las campanas.

Suenan las campanas.

- Buenos días, vecina. Ui, ¿las campanas a esta hora?
- Me parece que hoy enterraban a la niña del 2º B, ¿cómo se llamaba?
- Ay, no sé. Era un nombre raro. De otro país creo...
- Sí, me parece que era algo francés. Bueno, me voy que llego tarde.
- Adiós.




Suenan las campanas.

- Ponme una de cuarto.
- Mira, ahora tocan a muerto.
- Creo que es por la niña aquella morena, la que siempre iba de la mano de aquél chico tan guapo.
- Sí, Lisette creo que se llamaba. Pobrecilla...
- Era tan joven... Bueno, y ponme un redondo también.
- Toma, el cambio. Gracias.
- Adiós.




Suenan las campanas.

- ¿Y Michele?
- No ha llegado todavía.
- A estas horas, no creo que llegue.
- Puede que...
- Espero que no. Una baja ahora sería lo peor que nos podría pasar.




Suenan las campanas.

- Ven, Mago, que ya tienes la comida aquí. No, no me mires con esa cara, que Brigitte está en el cole y tardará en llegar. Sí, eso, vete a su habitación, y lo llenas todo de pelos. Asqueroso gato... ¿Ya son las doce? No puede ser.


Suenan las campanas.

- Cris, estube hablando con la Judit de lo del sábado.
- ¿Y qué te dijo?
- Que vale, pero mejor lo hablamos esta tarde en teatro.
- ¿Qué hora es?
- Las once y media. ¿Y tantas campanadas?
- Yo que sé. Puf, esta clase es eterna.


Suenan las campanas.

- Perdona, voy con las prisas y no te he visto.
- Tranquilo, no pasa nada. Anouk, ¿me escuchas? Sí, es que me acabo de chocar con un chico. Bueno, lo que te iba contando...
- Un billete para Barcelona, por favor.


Suenan las campanas.

En la iglesia. Elliot, Henar, Michele, Marc, Miguel, ... Y Lisette.











Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.

mardi 26 octobre 2010

No nos dejes nunca, pequeña.

Se fue el 26 de octubre de un año maldito para siempre. Ahora es un pedacito de cielo, y todos tenemos que seguir adelante. Sin ella. Sin su sonrisa cautivadora, sin su risa peculiar, sin sus brillantes ojos marrones. Sin su nariz respingona, sin su largo pelo moreno, sin sus cortas piernas. Sin sus ganas de vivir, sin su locura, su amistad, su pasión. Sin nadie que pasee con aquellos pantaloncitos azules por mi casa, o que me anude las corbatas nuevas antes de guardarlas ordenadamente en su cajón. Sin nadie que salga corriendo por las calles descalza los días de lluvia, o que siempre ponga sus pies fríos encima del radiador. Sin nadie que tire del pelo a sus amigas, para luego reírse con ellas de cualquier tontería. Sin nadie a quién llevarle profiteroles a la cama los días que se ponga mala. Sin nadie que chupe el plato después de zamparse tres platos de tallarines con salsa sorpresa. Sin nadie que se me siente en la encimera de la cocina mientras hago la comida. Sin nadie que salga corriendo por las calles de París arrastrándome de su mano y gritando de alegría. Sin nadie que te haga sonreír hasta en el peor de los momentos, o que caliente tus manos con las suyas.

Porque fuiste, eres y serás única, Lisette.

Elliot.

Esperando a que reviente de ganas de irme contigo.

Que no. Que yo hoy no salgo a la calle. Que hace un frío terrible, que se me mete en el cuerpo y luego no hay quien lo saque de mis huesos.
- Ah, mamá, que el pajarito ya está dentro de casa, vivito y coleando. Y mañana ni se te ocurra sacarlo. Aunque cante y te entre dolor de cabeza. Lo siento, pero no me gustaría nada volver a casa después de las clases y encontrármelo pálido y tieso en la jaula.
Pobre Piolín Cantarín, que nadie le hace caso y él siempre está animando a todo el que pasa con sus cantares.
- ¿Que no vas a salir hoy? – mira por la ventana de la cocina, mientras lava los platos - Adivina quién.
- Andrés. – sale de mi boca sin pensar.
Asiente con la cabeza.
- Mamá, no me digas eso. ¿Y ahora qué?
- Anda, sal un rato. Que el frío hace que te sientas viva.
- Que no.
Suena el timbre y mi madre me mira, esperando a que reviente de ganas de irme contigo.
- Pero me llevo tu bufanda marrón. Adiós. – digo de carrerilla.
Salgo a la calle corriendo, me pongo los guantes y acabo de subirme la cremallera hasta la barbilla. Y solo se me ven los ojos.
- Hola, Andrés. – te digo por debajo de la bufanda, desde la acera, mientras tú aparcas la moto. Te giras y te saludo con la mano metida en esas manoplas que tanta gracia me hacen, que siempre quiero ponerme, pero que nunca quiero que haga el frío suficiente para usarlas.
- ¿Que tienes frío? – dices mirándome de arriba a bajo y sonriendo con tus hoyuelos en las mejillas.
- No, a penas. – te digo tapándome bien la nariz con la bufanda.
Apartas un poco el gorro y me das un beso en la frente. Vuelves a repasar mis pintas con la mirada.
- Henar, cariño, que estamos en otoño. ¡Que todavía no ha nevado!
- ¡Ni falta que hace! – digo casi antes de que acabes la frase.
- Eres una exagerada. Vas a criar pollos ahí dentro.
Te miro. Me miras. Te sonrío por debajo de la bufanda y tu lo notas porque se me achinan los ojos.
- Pues la verdad es que ahora tengo un poquito de calor. – digo sonrojada.
Sueltas una risita.
- Anda, ves a quitarte capas, cebollita. Que yo te espero aquí.
- Vale, no tardo.
Y en dos minutos vuelvo a estar contigo. Por fin me abrazas y puedo notarte. Es de noche y sopla el viento. Paseamos por las calles llenas de hojas, crujientes pasos. Una anciana está sentada al lado de una hoguera, vendiendo castañas. Sin preguntarme nada, compras algunas. Ella nos sonríe y nos desea unas buenas noches. Nos sentamos en un banco y me das el cono de papel de periódico relleno de castañas calentitas. Después de poder pisar las hojas crujientes, es lo mejor del otoño, sin duda. Me acurrucas entre tus brazos e intento pelar una.
- Cariño, quítate los guantes. Así no podrás. – te ríes.
Muerdo y estiro. Los dejo encima de mis piernas y me como la castaña.
- ¿Están buenas?
- Riquísimas. Muchas gracias.
Y parecemos felices. Con el frío que hace, todo el mundo en sus casas con la calefacción puesta y nosotros ahí, sentaditos en un banco.
Las nueve. Me acompañas a casa y te vas con la moto. Entro en casa, digo un hola rápido y me caliento las manos en la chimenea.
- Mamá, ¿estás llorando?
- Lisette…
- ¡No!

El oxígeno desapareció de la habitación.

El olor a desinfectante del hospital me ardía en la nariz, y el frío que aquella fina manta no evitaba se me metía en los huesos. El oxígeno desapareció de la habitación, y todo se fue volviendo oscuridad. me ahogaba, atrapada en aquella incómoda cama. Y después de las imágenes, desaparecieron los sonidos, como si alguien le bajara el volumen a la película de mi vida hasta dejarla en silencio. Y el maldito olor desapareció, al igual que el sabor amargo de la sangre a su paso por la boca. Dejé de notar el peso de las sábanas, la preséncia de todas aquellas máquina inútiles que me rodeaban, el colchón bajo mi cuerpo. La sensación de flotar se adueñó de mi cuerpo, y cuando recuperé todos los sentidos me encontraba en aquella casa en la que tantas veces había pensado como si fuera mi corazón, y a través de un gran espejo observaba aquella escena donde médicos y enfermeras correteaban por los pasillos como hormigas entre las hojas caídas del bosque.

dimanche 24 octobre 2010

24 de octubre.

Querido Diario,

Sé que hace demasiados años que no te escribo, pero hoy vengo a despedirme de ti. Qué bonitas las despedidas, ¿verdad? Te reúnes con las personas que han pisado más fuerte por tu vida y os decís todas las cosas bonitas que no se dicen por rutina. Se trata de sonreír mirando al pasado, ya que no se puede mirar al futuro.

A ti me gustaría darte las gracias por toda la compañía que me hiciste de niña, por ser mi vía de escape y el rincón donde mi imaginación conseguía su libertad total.

¿Sabes? A veces pensaba en mi corazón como en una gran casa de 4 habitaciones. La habitación de matrimonio estaba ocupada por mis padres, la pareja más bonita que he visto nunca, y cuando necesitaba respirar el olor del amor en el aire me encerraba ahí. Después, otra habitación pintada de amarillo encerraba mi infancia, con todos sus juegos y recuerdos. Y Henar y su diadema lila. Y otra habitación de matrimonio, igualita a la de Elliot. Con sus corbatas, con sus colonias, con mis vestidos por el suelo, con todo nuestro amor flotando en ese aire. Y en el comedor, una gran familia sentada a la mesa el día de Navidad. Unida, nombrosa, feliz. Y en el cuarto de baño, pasión y agua. Y colonia con sabor a chuche, y dulzura, y locura. Mucha locura.

Ya sé que estás pensando en que falta una habitación. Aquella de las puertas negras en la que no entra la luz. Ésa la dejaré para siempre cerrada, si no te importa.

jeudi 21 octobre 2010

Mi pequeña Mariposa.

Los miércoles son un chiste. Me paso toda la mañana dibujando en un blog enorme, rodeada de risas. Después llego a casa, como, y me pongo a estudiar. Pero un ratito, ¿eh? No creas que cuando se van mis padres sigo hincando codos. Hago una pequeña pausa de dos o tres horas, y cuando vuelven, sigo y finjo haber estado estudiando toda la larga tarde. No siempre, ¿vale? A veces sí que estudio. Pero ahora no tengo ganas. En realidad no suelo tener ganas nunca. Pero hay veces que me jodo y me aguanto. Hoy, no.

Me levanto y abro el armario. Algo raro. Quiero algo que me haga diferente. Fotos. Ideas. ¿Trípode? Aquí. No, mejor en el comedor. Bajo las persianas y enciendo la lámpara. Automático de dos segundos. Pulso el botón, un segundo. ¿Sonrío? No. O mejor sí. La cámara dispara. Otra. Me ahueco el pelo. Me falta algo. Pintalabios rojo. Más luz. Música, eso es. Inspiración. Espuma, rizos. Disparador automático de cinco segundos. Me siento en el sofá. Cuatro segundos. Me estiro la falda negra. Tres segundos. Miro a la cámara. Dos segundos. Me agarro el collar de perlas. Un segundo. Aparto la mirada con soberbia. Otra foto. Y no me convencen. Falta algo. Me paro en el pasillo. Me reflejo en el espejo, de arriba a bajo. Me miro. Sonrío. Llevo puesta ropa de fiesta. Mi falda negra y la camiseta de tirantes con estampado de flores. Y escote. Tacones negros, los de siempre. Esos zapatos…
Pican a la puerta con los nudillos.
- ¿Henar? Soy Andrés. – escucho que dices desde el otro lado.
- ¡Sí! ¡Un segundo, que busco la llave y te abro!
Corro hacia mi habitación. Busco unos pantalones para ponérmelos antes de abrir la puerta. No quiero que me veas así, ¡qué vergüenza!
- Henar, ¿qué buscas?
- ¡Nada! – estado de shock - ¡¿Cómo has entrado?!
- La puerta estaba abierta. He escuchado que decías no se qué de la llave, pero no la habías echado. – me miras de arriba a bajo mientras hablas. – Y entonces he entrado. - Tus palabras se ralentizan. – Porque la puerta… estaba abierta. – llegas a mis labios con la mirada. – Y tú estabas porque me has hablado. – ya no sabes ni lo que dices. – Por eso sabía que estabas aquí… y he venido.
Te sonrío, y parece que el movimiento de mis labios te desconcentra. Miras mis ojos pintados un poco exagerados. También sonríes.
- Y como he visto a tus padres en el gimnasio cuando salía, pues he pensado que estarías estudiando en casa. No pretendía entretenerte, solo decirte algo. – me sonríes. – Pero por lo que veo no estudiabas mucho… - te sientas en mi cama. Y yo a tu lado.
- Es que no tengo examen de filosofía hasta dentro de una semana.
Me miras los tacones. Las medias. La falda que me tapa medio muslo. Mi tripa. El cuello. El rojo de mis labios. Mi pelo con un intento de ondulaciones.
- Estás preciosa. Me encanta como te queda esta falda. – me tocas la cintura. La espalda. Te acercas a mi oído y suspiras. Yo me muerdo el labio. Respiras cerca de mi cuello y me matas. Te ríes y todo acaba en un abrazo, cayendo los dos encima de la cama.
- Mi pequeña Mariposa.
- ¿Mariposa, Andrés? – me río.
- Tu aleteo, Henar. Que yo que sé qué provoca en mi mundo.

mercredi 20 octobre 2010

Nadando en un mar de lágrimas.

Llegó a casa con el frío metido en los huesos y las lágrimas en los ojos. Se quitó la chaqueta, y se fue directa para el lavabo. Y así, vestida, se metió en aquella bañera fría y vacía.

Abrió la puerta a todos aquellos recuerdos desgastados que llevaban tanto tiempo esperando salir. Y fueron pasando ante sus ojos como una película, uno detrás de otro.



Empezaron los más nuevos. Días calurosos en los que se ahogaba en aquella cocina mientras su abuela cocinaba a su lado. Distraída, olvidadiza. Y su abuelo sin camisa, que no soporta el aire acondicionado, en medio del pasillo con su tumbona de siempre. Y semana santa, y aquella casa llena de frío y de soledad que solo apaziguaban las visitas. Y los tres en el sofá, tapados con las enaguas de la mesilla.

- Niña, ¿ya tienes la maleta hecha?

- Sí, abuela.

- ¿Tienes ganas de irte?

- No, si por mi fuera ya sabes que me quedaría con vosotros, pero no puedo.

- Ea, ahora nos tiramos tres días mirando pa' tú habitación, esperando a que salgas.

- Si yo también os echo mucho de menos, abuelo.



Y otra tanda de recuerdos, de los que ya no están. Y la foto de aquella niña tan bonita en un marco redondo. Y aquél pelo rubio emmarcando unos ojos preciosos, y una sonrisa encantadora. Y bailes, y fiestas. Y llamadas de esperanza. Y el adiós.



Y ahora él. Él, con su sonrisa pegadiza. Él, con aquellos abrazos de oso. Él, con la bondad pintada en los ojos. Y la sorpresa. Y la ausencia.



Y más tarde, ellos. Los dos, de golpe. Una, llorando al ver pasar las procesiones. El otro, sin cariño, sin carícias. Ay, prenda mía. Y las navidades en su casa, convertida en infierno. Y el primer adiós, doloroso. Por ser el primero, por la rábia, por el dolor escondido tanto tiempo. Y el segundo, ausencia. Por el dolor de los demás, por el olor a muerte y a tristeza.



Y empieza a soñar. Como si se pudiese levantar de aquella bañera tal como entró. Y salir, y en el comedor estaba ella. La primera en irse. Y hablar con ella, consolarla para que no llore más. Lo más importante es que estás cono nosotros, abuela.



Pero no está. Ni ella, ni los demás. Y centra todas sus fuerzas en volver a cerrar aquella puerta, en meter todos aquellos recuerdos desgastados en una de aquellas pequeñas habitaciones de las que no puedan salir sin su consentimiento. Y abre los ojos, y se encuentra allí, en la bañera, nadando en un mar de lágrimas.

mardi 19 octobre 2010

Quiero la brisa cálida que hace bailar los árboles por la tarde.

- ¿Otra margarita, Andrés? - te digo, cogiéndola de mi escritorio.
- Sí. Esta noche, cuando pase por aquí al volver del gimnasio, te dejaré en el buzón una muy grande que he visto en casa de la vecina. Acuérdate de cojerla, y antes de que se quede pachucha la pones junto a esta y las demás, en el florero de tu abuela que tanto te gusta.
- ¡¿Más?!
- ¿No querías que te trajera la primavera? Con lo que me cuesta colarme en el jardín de al lado sin que me vean...
- Yo no quiero las flores. Quiero la brisa cálida que hace bailar a los árboles por la tarde. - te miro muy seria, bromeando.
- ¿Y yo eso de donde lo saco? La vecina tiene cosas raritas, pero no tanto.
- Deja a la vecina en paz, pobre anciana. - te sonrío. - Y ven aquí para que te de un abrazo. - rodeo tu cuello con mis brazos. - Esta, Andrés. Esta es la brisa que yo quiero. La de tu respiración bajita al lado de mi oído.
Me achuchas fuerte, estrujándome contra tu pecho, dejándome casi sin respiración.
- Entonces, siempre será primavera.

dimanche 17 octobre 2010

198.

Esta mañana me he despertado con la necesidad de llorar. He puesto Vanilla Twilight, que es una de las canciones más bonitas que he escuchado nunca. Recuerdos de Miguel han caído sobre mí, en forma de lluvia de piedras, aplastándome. He ido encogiéndome conforme el nudo de mi estómago se hacía grande. Y así, en forma de ovillo, he comenzado a llorar. La música me ha puesto la piel de gallina y me ha invadido el frío. He llorado un poco más y luego me ha entrado la rabieta y me he puesto a dar saltos en la cama como una niña tonta. He caído rendida. Le he dado un golpe a la pared, y me he enredado entre las sábanas. He gritado muy fuerte, metida en aquél capullito de mantas. Después he salido, y con los ojos llorosos he recorrido el pasillo. ¿Y quién era esa que estaba al otro lado del espejo con cara de gilipollas por haberlo querido tanto? Ah sí, yo.

mardi 12 octobre 2010

No me lleves a casa cuando hayamos encontrado el fin del mundo.

Los lunes también anochece. Aunque tarde más, por ser el peor día de la semana. Y por fin, puedo bajar la persiana, rutina que ha cambiado desde que Miguel… Desde que Miguel ya no me invita a ver las estrellas. Suspiro. Es la última vez que me hablo de Miguel. Él ha muerto para mí. ¿Sabes? No necesito que me acompañe a ver el firmamento. Seguirá siendo el mismo cielo sin él. Pues claro que sí.
Subo el volumen de la música para que mi madre no me escuche abrir la ventana. Juraría que se ha quedado dormida en el sofá, pero cualquier ruido extraño, por muy suave que sea, la despertaría. Siempre tiene los cinco sentidos puestos en mí. Y no lo soporto. Aparto la cortina y me quedo sentada en el borde de la ventana, con los pies colgando. El viento me pone los pelos en la cara. Los aparto con un ágil movimiento y miro hacia el infinito. Genial, está nublado. Ni un mísero punto de luz. Sonrío. Claro, es lunes. Los lunes siempre son una mierda.
El viento frío me pone la piel de gallina. Un tirante del pijama se desliza por mi hombro. Me estoy congelando. Probablemente llueva antes de que me acueste y no pare hasta mañana, después del desayuno. Luego estará la calle encharcada y no podré compartir mi paraguas con Lisette.
El ruido ronco de una moto, interrumpe el silencio de la noche. Reconozco ese motor. ¿Andrés? Suena mi móvil desde la habitación. Alargo el brazo y lo cojo sin moverme. Un mensaje. Si me entran ganas de jugar sucio y divertirme a espaldas de otros, ¿vendrás tú? Sonrío. Estás sentado en la acera delante de mi casa, de espaldas a mí. Por supuesto. ¿A dónde vamos? Me encanta como te quedan los pantalones rojos. Te contesto. Quince segundos más tarde lo recibes, te levantas, te mira los pantalones y das una vuelta a tu alrededor. No me ves. En la ventana, Andrés. Sonríes y me saludas con el brazo. Me subo el tirante y alzo el brazo. Sabes que no puedo bajar. Que a estas horas, mi madre no me deja salir, y todavía menos siendo lunes. ¿Vamos a perdernos por las calles infinitas? Cuando hayamos encontrado el fin del mundo, volvemos. Me pongo a reír. Me miras desde la calle. Subes en la moto, la enciendes y me haces un gesto con la cabeza para que suba tras tuyo. Abro la ventana, entro en mi habitación, cojo la sudadera gris que tengo encima de la silla, me pongo las victoria negras porque es lo primero que he pillado y salto de la ventana al tejado del garaje. Camino por el muro hasta la puerta del jardín que da a la calle y salto sobre la acera. Me subo en la moto y me agarro a tu cintura.
Y sin casco, con el viento en la cara, corremos. Salimos de la ciudad. Oscuridad. Tú y yo. No sé a dónde me llevas. Solo vemos lo que hay a dos metros de nosotros, gracias a la luz de la moto. Bosque. Tengo miedo. ¿Y si te has vuelto loco? ¿Y si pierdes el control? ¿Y si nos caemos por algún barranco? Nadie nos escucharía.
- ¡Andrés, para!
Frenas en seco.
- ¿Qué pasa, Henar?
- Tengo miedo.
- No te hubiese traído por aquí si no lo conociera. Es una locura, pero tampoco para morirse. Si un día se me cruzan los cables, me perderé solo para morirme yo y no los dos.
- Pues yo prefiero morirme contigo y no que te mueras tú solo.
- ¿Por qué dices eso?
- Porque prefiero eso que vivir sin ti.
Silencio. Bajas la cremallera de tu chupa, dispuesto a arrancar la moto de nuevo. Te gusta que vuele con el viento.
- Espera. Entonces, si conoces el camino, ¿cómo quieres que encontremos el fin del mundo?
- ¿De verdad quieres que lo busquemos?
- Por supuesto.
Arrancas. Das media vuelta y volvemos a la ciudad. Luces, música, viento.
- ¿Te he dicho alguna vez que eres preciosa?
Y el ruido de la moto se me mete en los oídos hasta que pasa desapercibido. Llueve. Te agarro muy fuerte. Dale más caña, Andrés. Que mi pelo se alborote y que nos suba la adrenalina hasta que necesitemos gritar.
No me lleves a casa cuando hayamos encontrado el fin del mundo. Recorramos calles infinitas hasta que salga el sol. A mí el fin del mundo me importa una mierda si tú estás conmigo.

jeudi 7 octobre 2010

Cuentitis aguda.

- ¿Quieres venir conmigo a tomar un helado? - me sonríe desde la calle.
- ¿Un helado, Andrés? ¿Ahora? Hoy hace mucho frío.
- Y aunque mañana salga más el sol, tú seguirás teniendo las manos congeladas.
- Ya. No tengo ganas.
- Un helado de nata.
- No me apetece.
- Con coco y nueces.
- Mejor otro día.
- Con chocolate blanco.
- ¿Se puede saber qué te pasa?
- Que no quiero que estés encerrada en casa todo el día.
- Estoy triste. No tengo ganas de nada más.
- Y yo. Lisette no se lo merece. Jamás lo hubiera imaginado.
- De verdad que no quiero ir a tomar un helado, gracias. Adiós, Andrés.
Me giro para abrir la puerta de casa y dejarlo ahí plantado, detrás de la puerta del jardín.
- Miguel me ha llamado.
Paro. ¿Qué? Miro al suelo. Su voz. Hace más de un mes y medio que no la escucho. Desde que se fue que no da señales de vida. Pero yo sé cosas de él. Siempre que me encuentro a su madre por la calle, se para a hablarme. Y yo le pregunto sobre los estudios de Miguel. Dice que todo le va muy bien. Supongo que con saber que sigue vivo, me basta.
- Está en casa de su tía. Dice... - suspira - dice que te echa de menos.
Estoy flipando. ¿Miguel echándome de menos? ¿Después de mes y medio sin querer saber nada de mí? Cuentitis aguda.
- ¿Y por qué no me ha llamado a mí para decírmelo?
- No lo sé, Henar. - hace una mueca.
- Pues yo sí que lo sé: porque es mentira. Vete, Andrés. Hoy no tengo ganas de salir de casa. Ya hablaremos otro día. Adiós.

(Dos horas más tarde.)

- ¿Andrés? ¿Qué haces ahí sentado en la acera?
- Sabía que volverías. Lo quieres de nata, ¿verdad?
- Estás loco. Tienes las manos congeladas.
- Igual que tu nariz, y mira que acabas de salir de casa.
- ¿Por qué no te has ido?
- Porque necesitaba decirte que estaré aquí siempre. Y no me taches como a Miguel, que yo no te dejaré sola.

Otro más para la lista de "hombres que intentan hacerme creer que estarán aquí siempre que los necesite". Con este ya van tres. Marc también lo dijo una vez. Por cierto, qué raro que no me haya tirado las redes del barco Pescanova ahora que Miguel se ha ido. Debe estar enfermo. Si ya decía yo que con el frío del otoño hay que andar con cuidado. Que luego todo son estornudos y kleenex por toda la casa.
- Dame la mano, anda, que te ayudo a levantarte. ¿Vamos?
- Invito yo.

mercredi 6 octobre 2010

Mírate, ya eres una niña grande.

Henar, ven aquí, que te debo un abrazo. Que ya me han dicho que viniste ayer, y no me despertaste. Hoy he estado soñando con el día que nos conocimos. Tú, con tu diadema lila, y aquél lacito negro en el pelo. Y yo, con mis dos trenzas. las monjas nos explicaron lo buenas que teníamos que ser. ¿Te acuerdas cómo chillaban cuando les gastábamos bromas? Qué recuerdos... ¿No dices nada? No me llores, cariño. ¿Cuántos años teníamos? ¿Dos, tres? Qué pequeñas eramos, y como hemos cambiado. Mírate, ya eres una niña grande. Ven, sientate detrás mío, y me haces otra vez aquellas trenzas. Quiero que me peines el pelo con los dedos, como si se fuese a romper. Te echaré tanto de menos.

lundi 4 octobre 2010

Me coges de la mano, me paseas por sus calles.

Tengo que decirte algo.
Me voy.
Los médicos me han dado un mes de prórroga.
Si te soy sincera, tengo poco por lo que luchar.
Me tengo que despedir de mi Henar, de mi familia, y de mi tú.
Ya sabes qué es lo más difícil.
No digas nada, por favor.
Tan sólo hazme un favor; llévame a París contigo.
Me coges de la mano, me paseas por sus calles.
Será nuestra despedida.
El último adiós.








Elliot, no me llores. Cariño...

dimanche 3 octobre 2010

Cinco minutitos, Andrés.

Henar ha estado aquí. Ha llegado sin avisar y se ha sentado a mi lado, en el sofá. Me ha preguntado si molestaba y se ha encojido de piernas. Claro que no estorbas, Henar. Qué cosas tienes. Le he preguntado qué le pasaba y casi se me pone a llorar. No ha artuculado palabra alguna. Se ha hecho un ovillo y se ha apoyado en mi torso. Estaba fría y temblando. He cogido mi jersey blanco que estaba tirado en la otra punta del sofá y se lo he puesto por encima.
- Estrújame con un abrazo, por favor, Andrés. - ha dicho al fin.
He intentado quitarle el frío nervioso que tenía en su cuerpecito de niña. Pero de poco ha servido. Ha cerrado los ojos y se ha puesto a tiritar. Lágrimas congeladas resbalaban por su mejilla y se encharcaban en mi pecho desnudo.
- No sabes cuánto me duele verte así, cariño. - y he acariciado su mejilla con el pulgar. Tambien sus labios.
- Necesito desaparecer. Cinco minutitos, Andrés. Solo cinco. - se ha restregado los ojos. - Y al volver quiero que mi cabeza haga un reset. Empezar de cero.
- Henar, Miguel te quiso mucho. Miguel te quiere mucho. No le olvides, a él no le gustaría volver y...
- ¿Y que le haya olvidado? Ya lo avisé. Además, ¿todavía crees que volverá? Que lo crea yo, vale. Pero a ti seguro que te ha dicho que se quedará en París. A mí me dijo que volveremos a vernos porque no hubiese soportado verme llorar. Es un cobarde. Y nunca me quiso lo suficiente.
Y después de este ataque de valor, se ha puesto a llorar de verdad.
- Volverá, Henar. Te lo digo enserio. No te estoy diciendo lo que necesitas escuchar, te estoy diciendo que Miguel no puede dejarte sola. Porque si se separara de ti para siempre, una parte de él moriría contigo.
Se ha incorporado y me ha dado un abrazo. Ya no temblaba, aunque ha seguido llorando en mi hombro durante un rato. Hasta que le ha sonado el móvil.
- ¿Qué querrá la madre de Lisette? - ha susurrado mirando la pantalla de su móvil. - ¿Sí? Michele, soy Henar. ¿Qué pasa?
Se ha puesto pálida de repente. Pocos segundos más tarde ha colgado, sin despedirse. Ha clavado sus ojos en el suelo.
- Andrés, llévame al hospital.

Aquél maldito temblor.

Esa mañana se despertó con el insistente sonido del despertador. Al poner las piernas sobre el suelo, éstas no respondían como de costumbre. Lentamente se levantó, y como pudo llegó al lavabo, intentando evitar aquél maldito temblor. Intentó abrir el armario, pero sus finos dedos también habían decidido ponerse a temblar y no respondían a las ordenes del cerebro. Harta, se acercó al espejo para ver qué ojeras tenía esa mañana, y se encontró algo muy diferente a lo que esperaba. la que miraba desde el otro lado no era ella. O si era, no se le parecía. Tenía su mismo pelo, llevaba puesto su mismo pijama, pero no podía ser ella. [...]



- Elliot, soy Michele, la madre de Lisette.
- Si dime, ¿qué pasa?
- Verás... estamos en el hospital. Esta mañana nos la hemos encontrando tirada en el suelo del lavabo.
- Pero, ¿qué ha pasado?
- Eso mejor te lo cuenta ella...

samedi 2 octobre 2010

Mi amiga Lisette.

Conocí a Lisette porque cualquier otra cosa habría sido una tontería. Simplemente tenía que ser mi amiga, y por ese motivo ocurrió. Sino nadie más llenaría ese vacío que se me hace en el estómago a las 22h de la noche, ahora que Miguel ya no está.
Me gusta acostarme pronto y pensar en cosas bonitas. Pero claro, todo tiene que ver con Miguel, y desde que se fue, ya no son ese tipo de cosas que se pueden pensar por las noches. No, porque entonces entra la nostalgia por la ventana y cualquiera la echa. Así que mejor pienso en Lisette. Y en lo divertida que es. Y en lo que le gusta reírse conmigo los días que llueve. Y los que no, también, claro. Ella es como un sueño que se hace realidad cada vez que tengo ganas de sonreír. Porque aparece cuando menos me lo espero. Pica a mi puerta con los nudillos y cuando la abro, aparta la cortina con una enorme sonrisa preguntándome si la acompaño a algún sitio o a ninguna parte. Y siempre cedo. Por supuesto, ¡si me muero de ganas!

Hoy nos ha pillado la lluvia de camino a ninguna parte. Por suerte, entre la cantidad de cosas inútiles que llevo en mi bolso, he encontrado un paraguas.
- Ven aquí cerquita hasta rozarme el hombro. Encógete, que debajo de mi paraguas de elefantitos cabemos las dos. - le he dicho.
Me ha hecho caso y nos ha entrado un ataque de ilusión. De esos tontos en los que cerramos los ojos con fuerza, sonreímos y hacemos un ruidito agudo mientras saltamos estúpidamente. Como siempre, hemos acabado riéndonos de nosotras mismas. De lo tontas que somos y podemos llegar a ser cuando estamos juntas. Entonces hemos llegado a una calle con un charco enorme.
- Quítate los zapatos. - me ha dicho.
Los hemos dejado en el borde y nos hemos puesto a saltar, como si fuéramos dos niñas inocentes que salen a la calle sin las botas de agua porque prefieren mojarse los pies. Una locura. Me ha contado que a ella le encantaba hacerlo cuando era pequeña. Que una vez salió a la calle, se empapó enterita, y al volver su madre le regañó porque se había mojado el vestido de cuadritos. Yo me he puesto a reír y le he mojado los pantalones tejanos. Y entonces me ha robado el paraguas y lo ha tirado fuera del charco para que me empapara con la lluvia. ¿Cómo era la canción? Se nos ha ido la olla por completo, y nos creíamos que estábamos cuerdos, es igual, si no lo entienden son ellos. Nosotros somos luz y ellos están ciegos.


Y ahora vuelven a ser las 22h. Me noto un vacío encajado en el pecho. Y me sobra que Miguel esté tan lejos.